«Yo soy el hijo del Sol. Yo soy la estrella de la mañana. Yo soy el señor del Nilo. Rey del alto y bajo Egipto. Yo soy Faraón…»
De esta manera se presentan ante nosotros los constructores de una de las arquitecturas más impresionantes del mundo. Las personas que, revestidas del poder de dioses, fueron capaces de levantar las pirámides, esclavizando para ello a cientos de miles de sus semejantes. Y es que las grandes obras de la arquitectura asientan sus cimientos sobre la injusticia. Las veces que en mi vida he visitado san Pedro del Vaticano siempre me han embriagado el mismo sentimiento contradictorio: admiración y repulsión. Admiración ante uno de los edificios más impresionantes de la Historia del Arte, pero a la vez repulsión por cómo se financió esa magnífica obra: a base de falsas promesas sobre la salvación de las almas, aprovechándose de la esperanza y el miedo de las pobres gentes. Lo mismo ocurre con las pirámides, cuyos sillares reposan sobre la esclavitud, la desigualdad, el abuso de poder y la miseria. El ser humano es capaz de hacer a la vez las cosas más maravillosas y las más detestables. Por eso, somos mitad divinos y mitad humanos. Individuos que tiene todo el poder para crear belleza, pero que se empeñan en la fealdad, la guerra y la crueldad.
Pero todo esto es cosa del pasado. Ha nacido un Hombre Nuevo.
Todavía hay tiranos que se reafirman en el viejo discurso. Todavía hay dictadores que se creen «Señores del Nilo, hijos del Sol». El discurso de hace un par de días, en el que Mubarak tomaba prestadas las palabras de Luis XIV, «Yo soy el Estado», nos llevan a esa cruda realidad. Pero el pueblo, el pueblo soberano, esta ahí para recordarle una verdad elemental: tú no eres Egipto. Nosotros somos Egipto.
Si, serán capaces de ello. Al fin y al cabo ellos son los hijos del Sol y serán la estrella DEL mañana, los señores del Nilo, reyes del alto y bajo Egipto. Ellos son Faraón.